lunes, 24 de agosto de 2009

Niñitos





No ofrezcas cuerpo me decía mi madre. Tu alma es grande, la forma y amplitud de tu pecho me lo informa. No comas carne, nada de tortilla, ni frijoles. Nada tampoco de mantequilla. A la cadera se le hincha el ego y no habrá caminar de intrínseco contoneo que no devenga piropo grosero. Pero a mi me gustaba mi cuerpo, me gustaba la curva que sin aviso hacía camino por las costillas, saltando de hueso en hueso, flirteando ombligo, guiñando senos.

Qué empecinada mujer de modal agreste era mi madre. De mirar seguro, de cerrazón. Ella y su reyerta. Ella y su zigzaguear de humores, ella y su encenderse en líos. Recuerdo a la Luisa diciendo: ya cambiará, ya cambiara. Cada que le llegaba yo trabada en llanto por algún aire desentonado salido de la boca de mamá, al cruce de lotes en que solíamos encontrarnos. Y no se equivocó, la vieja cambió. Qué boquita de profeta la de la Luisa. Qué astuta muchacha.
El tiempo ha pasado, la postura, la voz y el andar reacio los ha perdido pero no la mirada. La Luisa desde chamaquita es de mirar tan fuerte que nomás de verla le viene a uno severo dolo sin aparente causa.
La Luisa y yo de chamacas éramos reinsinuadas. Todo acentuábamos. Falda justita, justita. Cabello largo, largo, gustoso de rozar con sus puntas el revés de la rodilla. Maquillaje con garra. Guinda, rosa, azul, naranja y morado. Nos gustaba el perreo. El pirujeo sabroso. Desinhibido. Èramos un par de provocadoras. Qué tiempos aquellos, qué ganas de esos vientos. De tentar una y otra vez con las yemitas de los dedos mi rostro cubierto.


Continúa

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