miércoles, 29 de julio de 2009

María, Sergio,vacas, tractores y avestruces

No dejaba de mirarme. Por algún motivo que, desconozco, decidió acercarse y pedirme como único favor le permitiera colocar una diminuta y engomada vaquita de plástico sobre mi rodilla derecha. Una vez puesta sobre mi piel, Sergio, no dejaba de verla; las pequeñitas y negras manchas de aquella que hasta entonces había sido su vaca le enajenaban. Años después, Sergio me diría: María, todo sobre el otro parece de un distinto, de un ajeno, que hasta me parece mentira que no eres tu si no yo a quien de frente observo; yo con algo de campesino frustrado, yo con conservas añejas, yo con overol, yo con cuña y después con tractor.

Hoy pienso que por aquel entonces, Sergio, no se percató de que mientras observaba ensimismado al animalito, yo me maravillaba con el par de avestruces gregarias que invadían sus cejas. Por ello aquella absurda gana de escabullirse recorriendo frases que a juicio suyo sugerían un vaho de intelectualidad. Detalle que seguramente consideró yo le aplaudiría.

Después de permanecer por más de 5 minutos observando una vaca rodeada de rodilla lacerada y amarillenta, Sergio, se despidió de dudas y buscó acomodo en mi vientre. Yo le hallaba algo de hijo, algo de hermano, algo de padre, primo y tío a la vez; fueron quizá esas ganas de pertenezco, de cercanía o de saberlo más que cuerpo, las que en aquellos tiempos me permitieron gozar el peso de su aureolada cabecita sobre mi vientre yermo.

Resolví desatarme el listón con el que por aquel entonces solía sosegar esa larga y abundante cabellera de cuya belleza, seguramente, Sergio se ensortijó. Qué lejos estaba en aquel entonces de imaginar lo que provocaría aquella breve y rosada extensión de tela. Intempestivamente un color y olor a entraña invadió el pequeño y verde asiento en que Sergio y yo permanecíamos medio sentados, medio uno encima del otro. Uno buscando madre, otro algo en el acomodo de una dentadura pequeña, blanca y alineada. El listón calló abruptamente de mi mano izquierda; acudió con premura al ovalado ombligo de Sergio y sin titubeos, sin el menor recato, aquello se convirtió en un continuo entrar y salir no de la piel, ni de los huesos, si no de lo que existe en medio. Unidos por algo que tenía menos de listón que de cordón umbilical, Sergio y yo partimos en aquel autobús sin rumbo, mente vacía, corazón lleno, resueltos a encontrar y romper aquello que 60 años construyeron.

Decidimos no callarnos nada, agarrar las palabras por los cuernos y esforzarnos por complacer al otro en todo lo que éste precisara. Cumplimos. Él fue el primero en pedir: se mi amante. Acepté. Yo: se mi padre. Aceptó. Aunque de manera ficticia la relación algo tuvo de incestuosa y, debo aceptarlo, también de estupro; por aquel entonces era un niño, y cuando digo niño lo digo en toda la amplitud que dicho significante puede abrazar. Su apariencia era como esos bellos anillos que modifican su color según el estado de animo de quien los porte; Sergio era así. Hubo días en que me pareció un hombrecito de tres años pertrechado en la ilusión de que agregándose un año de vida me conquistaría. Sin más, Sergio y yo nos desprogramarmos, le dimos la espalda a las convenciones y yo abusivamente le permití morir en mis brazos.

Continuará







Daimary

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