No sé quién fue el que decidió que la mejor manera de representar el sonido del reloj de manera fónica era con dos silabas, que me remiten más al sonido emitido por una madre al rozar de manera continua el suelo con su zapato a modo de presión al interrogar al hijo por arribar a casa a horas que podrían poner en entredicho su papel de buen chico, que la vacuidad totalizadora, angustiosa, escalofriante y asesina que me provoca el sonido del reloj.
Un Tic-Tac es muy poco para tanta nada, se decía mientras observaba el enorme reloj de la iglesia de la virgen de Guadalupe, aquél que a los tres días de su colocación jamás volvió a andar, aquél que parecía haber quedado anclado en una hora que había decidido inmortalizarse.
Bajó la vista y siguió el paso. La señora de los chamoyukies, más de 10 años vendiendo hielo con chile y chamoy; admiraba a las personas que tenían la tenacidad de crearse rutinas, a él le era imposible, todo lo que comenzaba terminaba arrojándolo por los ojos, pateándolo con la lengua, deslizándolo por la espalda, para finalmente quedarse frió escuchando las excusas que cada una de las partes de su cuerpo argumentaba para justificar su poca constancia, la más sonada era la de los dedos, reumatismo, las piernas, varices, el ano, hemorroides, todos le temían a las rutinas, a la atrofia muscular, a la mecanización del cuerpo, a la automatización, a repetirse, a los lugares comunes.
Dobló a su izquierda y continuó andando, aquellas calles eran como el rostro de su padre, tan familiar a primera vista como profundo y desconocido si se le veía con detenimiento. Caminar por ellas le anclaba al terruño, le daba una idea de aquello que llaman amor por la patria, un sentimiento de pertenencia paliativa, unas ganas de dejar huella en ellas. Pero no pasaba de ahí, pues al menor descuido todo se desvanecía en los pliegues de una falda ajustada.
Tomó asiento en alguna banca. Creía observar el rededor cuando el rededor le observaba a él. Un parque a todas luces conocido, un rumor de aromas a veces de olivo, uva, granado e higo, una abuela que se repartía dándole un tantito de sí a todos, montoncitos que obsequiaba o extraviaba y que terminaron por difuminar a la viejecita, por fragmentarla, las aceitunas que hicieron de colchón en el ultrajo de la muda, "la mudita", el juego de cerco a cerco de los niños prohibidos o el juego prohibido de los niños, todo le observaba.
De pronto comenzó a ver solo cuadros, negros, azules, verdes, rojos; cuadros en caballetes firmes y bien torneados, algunos gruesos ya entrados en carnes, otros como vara de bambú, muy delgados, muy largos. Cuadros con grandes rebanadas de sandía bañados en semilla, cabelleras negras y largas a la espera de frotar con sus puntas el revés de la rodilla. Un breve coincidir de miradas y... un cigarrillo. Le sobraban las manos, no sabía qué hacer con el cuerpo, cómo disponerlo sobre la banca, hacia dónde dirigir la mirada, ¿Esconderla? ¿Sostenerla? No encontraba los gestos y de encontrarlos cómo sabría si eran los propios, los aceptables, los necesarios. Un cigarrillo para entretener la mano, para justificar su rostro agachado, para sentirse acompañado.
Terminó el cigarrillo y con gran dedicación lo talló contra el pavimento hasta estar completamente seguro de que el fuego se había consumido, lo arrojó al suelo, dejó la banca y se marchó con la mudita, el reloj, la abuela y los higos atados a un tobillo.
Un Tic-Tac es muy poco para tanta nada, se decía mientras observaba el enorme reloj de la iglesia de la virgen de Guadalupe, aquél que a los tres días de su colocación jamás volvió a andar, aquél que parecía haber quedado anclado en una hora que había decidido inmortalizarse.
Bajó la vista y siguió el paso. La señora de los chamoyukies, más de 10 años vendiendo hielo con chile y chamoy; admiraba a las personas que tenían la tenacidad de crearse rutinas, a él le era imposible, todo lo que comenzaba terminaba arrojándolo por los ojos, pateándolo con la lengua, deslizándolo por la espalda, para finalmente quedarse frió escuchando las excusas que cada una de las partes de su cuerpo argumentaba para justificar su poca constancia, la más sonada era la de los dedos, reumatismo, las piernas, varices, el ano, hemorroides, todos le temían a las rutinas, a la atrofia muscular, a la mecanización del cuerpo, a la automatización, a repetirse, a los lugares comunes.
Dobló a su izquierda y continuó andando, aquellas calles eran como el rostro de su padre, tan familiar a primera vista como profundo y desconocido si se le veía con detenimiento. Caminar por ellas le anclaba al terruño, le daba una idea de aquello que llaman amor por la patria, un sentimiento de pertenencia paliativa, unas ganas de dejar huella en ellas. Pero no pasaba de ahí, pues al menor descuido todo se desvanecía en los pliegues de una falda ajustada.
Tomó asiento en alguna banca. Creía observar el rededor cuando el rededor le observaba a él. Un parque a todas luces conocido, un rumor de aromas a veces de olivo, uva, granado e higo, una abuela que se repartía dándole un tantito de sí a todos, montoncitos que obsequiaba o extraviaba y que terminaron por difuminar a la viejecita, por fragmentarla, las aceitunas que hicieron de colchón en el ultrajo de la muda, "la mudita", el juego de cerco a cerco de los niños prohibidos o el juego prohibido de los niños, todo le observaba.
De pronto comenzó a ver solo cuadros, negros, azules, verdes, rojos; cuadros en caballetes firmes y bien torneados, algunos gruesos ya entrados en carnes, otros como vara de bambú, muy delgados, muy largos. Cuadros con grandes rebanadas de sandía bañados en semilla, cabelleras negras y largas a la espera de frotar con sus puntas el revés de la rodilla. Un breve coincidir de miradas y... un cigarrillo. Le sobraban las manos, no sabía qué hacer con el cuerpo, cómo disponerlo sobre la banca, hacia dónde dirigir la mirada, ¿Esconderla? ¿Sostenerla? No encontraba los gestos y de encontrarlos cómo sabría si eran los propios, los aceptables, los necesarios. Un cigarrillo para entretener la mano, para justificar su rostro agachado, para sentirse acompañado.
Terminó el cigarrillo y con gran dedicación lo talló contra el pavimento hasta estar completamente seguro de que el fuego se había consumido, lo arrojó al suelo, dejó la banca y se marchó con la mudita, el reloj, la abuela y los higos atados a un tobillo.
Hécate
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